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Miguel Colomina Barberá

PREMIO A LA TRAYECTORIA PROFESIONAL 1990-1991

"Nació casi al mismo tiempo que su hermano Manuel, el último de una familia de siete hermanos. Dicen que su madre deseaba tener una niña y que los gemelos eran un último desesperado intento por conseguirlo. Quizá por eso mientras fueron pequeños los protegía tanto, los vestía y peinaba tan primorosamente que, en el colegio, según su hermano Juan, a los gemelos los llamaban «las nenas».

Fue siempre un excéntrico. Nos contaba que de niño consiguió convencer a su madre de que a él no le hacía falta ir al colegio y, para probarlo, hizo dos años académicos en uno, estudiando en casa y preparándose los exámenes él solito. Lo que más le gustaba en el mundo era ir al cine y casi todas las tardes se veía dos películas. Nos decía esto a cuenta de lo que él llamaba «fuerza de voluntad», algo muy importante que había que tener en la vida. Con fuerza de voluntad, nos decía, se puede hacer todo, incluso lo que parece imposible.

Era fanático de la religión. En el Sagrado Corazón de Godella nos las pasaban casi todas porque, para eso, nuestro padre era el arquitecto de todos los arreglos y ampliaciones que necesitaran las monjas. A ellas, como a los curas, no les cobraba nada porque habría sido como cobrarle a Dios. Fue de la Adoración Nocturna hasta que mi madre, un día, le dio el ultimátum. Había que poner la raya en algún sitio y allí fue.

Esa devoción acérrima parece que la había heredado de su madre. Su padre había muerto cuando él era todavía un niño y él adoraba a su madre. Era, según dicen, una señora muy guapa y muy distinguida, pero sobre todo muy piadosa y muy caritativa. Carmen, la costurera, que venía a casa cuando yo era niña y había vivido muchos años antes en casa de los abuelos en la calle Caballeros, contaba que tenía siempre la casa llena de pobres que venían a pedir. «Igual que su madre», decía cada vez que aparecía en la entrada, que coincidía con la del estudio, alguno de sus «clientes» habituales, a los que él atendía cuando les llegaba el turno con el mismo respeto, o quizá con más, que si fueran clientes.

Durante muchos años —yo ya iba a la universidad cuando nos mudamos a la Alameda— vivimos bajo el mismo techo que la oficina, en un piso grande en la calle Moratín. Los límites entre la casa y la oficina se cruzaban de forma constante. No solo la arquitectura ocupaba todos los intersticios de nuestra vida privada, sino que también salíamos a buscarla. Los domingos, como diversión, íbamos todos de visita de obra a las casas que se construían en las afueras de Valencia. A él le importaba mucho lo que opinaba mi madre. Ella fue siempre su gran colaboradora y su apoyo. Después de tantos años veía enseguida si algo iba a funcionar o no. De alguna manera, intervenía en todos sus proyectos.

Fue durante una de estas visitas de obra cuando por fin entendí lo que era la arquitectura o, mejor dicho, lo que no era. Un día, al llegar a una obra ya casi terminada (creo que era el instituto de Hijas del Corazón de María), había otra niña allí. Nos pusimos a jugar juntas y de repente me dice: «Mi padre está haciendo este edificio». Yo dije que no, que era el mío el que lo estaba haciendo. Al volver, en el coche, mi padre dijo que la niña tenía toda la razón. «Pero entonces, ¿por qué dices que haces ese edificio?», le pregunté. Y él dijo: «Lo hacemos juntos. El arquitecto en realidad solo hace los dibujos». Por primera vez entendí que la arquitectura era un tipo de colaboración complicadísima entre el arquitecto, el aparejador, el constructor, los albañiles, los delineantes, los clientes y las familias de todos ellos.

En retrospectiva, la vida en esos años era casi surrealista. Cada vez que vuelvo la mirada a su recuerdo me parece ver una película de García Berlanga. Los porteros de la casa, emigrados recientemente de Extremadura, tenían montado un tinglado con gallinas, conejos, patos y todo tipo de plantaciones de hortalizas y verduras. Por Navidad, para horror de mi madre, la portera acuchillaba al pavo vivo que nos había regalado algún contratista. El portero tenía una garita en la entrada del edificio y allí, de vez en cuando, colgaba un cartel que decía: «ESTOI EN LOS TOROS. COLOMINA ES EN EL 5 Y INVALESA EN EL 3». Un día un cliente al pasar le preguntó: «Colomina es en el 5, ¿verdad?». Y el portero respondió: «Zizeñó. Ahí tiene usté al matador y a los cuatro subalternos». «Los cuatro subalternos» debían ser los delineantes Salvador y Jaime, el aparejador Luis Peris y la secretaria Amparito. Menos Amparito, que al final se hizo carmelita descalza, los demás tenían una filosofía de vida que no podía ser más diferente de la de mi padre. Desde luego que esto, junto con el agudo sentido del humor de mi madre, ayudaba mucho a poner las cosas en perspectiva. Le tomaban el pelo todo el tiempo –dentro de un respeto, por supuesto–, sobre todo a costa de la religiosidad o la caridad. Y él se dejaba porque en el fondo tenía muy buen talante o quizá porque ya estaba acostumbrado a ir a contracorriente.

Su madre murió cuando él tenía diecisiete años, así que, para cuando fue a estudiar Arquitectura a Madrid, todo lo que le quedaba en el mundo eran cuatro de sus hermanos: Jesús, Juan, Luis y Manuel, que estudiaban en Valencia. En Madrid vivía su tía Paquita Barberá, hermana de su madre y madre de Fernando Moreno Barberá; ella fue su madrina de boda. Era una señora muy elegante y muy vital que, cuando se sintió morir, le hizo llamar a su lado y le dijo: «Me muero, hijo mío, y no tengo ningunas ganas». Una frase de la que él se acordaría toda la vida.

En Madrid, según nos decía, vivía de una manera muy frugal en un hotelito a pensión completa, estudiaba como un loco y le rezaba mucho a Dios para que le ayudara. Lo del hotelito modesto quizá habría que ponerlo en la perspectiva del tipo de vida a la que él estaba acostumbrado. Sea lo que fuera, él recordaba sus diez años de estudios en Madrid como una de las muchas pruebas que manda la vida y que la fuerza de voluntad debe superar. Fue en ese mismo hotel donde por primera vez le asediaron los del Opus Dei, que debieron ver que allí había madera. Se jactó toda la vida de haberles dicho que no. Si él iba a misa todos los días, o ayudaba a los pobres, era porque él lo decidía así cada mañana.

A pesar de ser una persona muy conservadora e incluso reaccionaria desde un punto de vista político, lo era de un modo por completo suyo. Por ejemplo, cuando era director de la Escuela, en los años de más intensas luchas políticas, se le plantó la policía en la oficina unos días después de su nombramiento para pedir informes y direcciones de estudiantes. Se enorgullecía de haberlos sacado de allí a cajas destempladas –la expresión era muy suya–. Algunas tardes iba a visitar a los estudiantes en la cárcel y trataba de sacarlos de allí abogando por ellos en la policía en nombre de la arquitectura. (Deberían pensar que estaba loco). Con el tiempo me di cuenta de lo mucho que para él representaba la Escuela y el gran cariño que sentía por sus alumnos.

Creo que la enseñanza fue para él una experiencia muy positiva. Encontró en ella una forma de relacionarse con los demás porque había algo en común: la arquitectura. También era curioso que una persona tan conservadora como él, y en la España de Franco, pensara que las mujeres debían ir a la universidad y ejercer una profesión como los hombres. En ese sentido, se anticipaba a su época y predecía que pronto habría tantas arquitectas como arquitectos. Estábamos a principios de los años sesenta.

Era un moderno, siempre miraba hacia el futuro, fascinado por las últimas tecnologías de transporte, de comunicación, de materiales de construcción. Creo que este interés por todo lo nuevo, lo que está a punto de salir, en parte se relacionaba con su atracción por la enseñanza. No se quedó nunca anclado en el pasado. Ya en los años cincuenta se suscribía a muchísimas revistas. El único movimiento que no le interesó nunca fue el posmodernismo, precisamente porque miraba hacia atrás. Vivía por la arquitectura. De pequeña me decía: «La gente se muere cuando deja de trabajar, cuando se retira, y una de las cosas buenas de la arquitectura es que no hay por qué retirarse, se puede seguir trabajando toda la vida».

Era muy hipocondríaco. Desde que yo lo recuerdo, él ya pensaba que tenía todo tipo de enfermedades y que moriría pronto. Durante muchos años, solo comió arroz blanco sin nada, y se iba quedando cada vez más delgado y más amarillo. Nunca entendimos lo que le pasaba. Puede ser, como sostenía mi madre, que todo fuera el resultado de una dieta infernal que un médico de Valencia —más exagerado que él mismo— le había recetado.

Me costó bastante tiempo separar lo que eran sus excentricidades, sus peculiaridades, de lo que es la arquitectura. Al principio yo creía que era todo lo mismo. Y es que hasta cierto punto la arquitectura es una profesión de excéntricos. No me refiero a los que solo construyen, sino a los que ven en la arquitectura una misión. Los que dedican su vida a algo que, para ellos y otros pocos, es importantísimo, pero, para los demás, es difícil de entender. En ese aspecto la arquitectura está cerca de la religión. El arquitecto es, en cierto sentido, un monje.

Supimos que se moría la tarde anterior, cuando se acordó de que de pequeño había ido al colegio en coche de caballos. Sus hermanos, Manuel y Juan, también se acordaban, y entre los tres dibujaron de repente la historia de una Valencia que solo ellos habían conocido. Por el gran ventanal de su habitación en la Alameda se veía la vista magnífica de la ciudad al atardecer, con un cielo rojo, de esos de los que se suele decir que traerán viento. Hasta yo empezaba a pensar que Valencia –como dijo Le Corbusier cuando la vio por primera vez en 1931– es bonita («Elle est d’une splendeur étonnante»)."

OBRAS DESTACADAS

1955
Proyecto de sede bancaria en Plaza del Ayuntamiento esquina c/ Moratín, Valencia (con Eugenio Aguinaga)
Sede bancaria y edificio de viviendas en la calle Ruzafa, Valencia 

1957
Edificio de viviendas en la Plaza de la Ciudad de Brujas núm. 3, Valencia

1958
Edificio de viviendas en Gran Vía Marqués del Turia núm. 7, Valencia

1960
Edificio de viviendas en avenida Barón de Cárcer núm. 22, Valencia

1961
Edificio de apartamentos en Jávea, Alicante

1962
Edificio de viviendas en el Paseo de la Alameda núm. 1-2-3, Valencia

1963
Vivienda unifamiliar para Juan Colomina, Jávea

1964
Edificio para la Confederación Hidrográfica del Júcar, en avenida de Blasco Ibáñez, Valencia

1967
Edificio de viviendas en la calle Cirilo Amorós núm. 6, Valencia
Casa Lisán-Peiró en Campo Olivar, Godella (Valencia)

1970
Escuela Edetania, Godella (Valencia)
Casa Rafael Nebot en calle Juan Ramón Jiménez de El Vedat, Torrente (Valencia)

1972
Edificio de viviendas en la calle Doctor Albiñana, Valencia

1974
Residencia de los Padres Escolapios en calle Gran Canaria núm. 29, Valencia

1975
Reforma para el Instituto Luis Vives en avenida Marqués de Sotelo, Valencia

1985
Aulario universitario para la Universitat de Valencia, en avenida Menéndez Pelayo, Valencia (con Ignacio Bosch y Luis Carratalá)

1988
Biblioteca universitaria del campus de Burjassot de la Universitat de Valencia, Valencia (con Luis Carratalá, Francisco Candel e Ignacio Bosch)

1989
Paseo Marítimo, Valencia (con Juan Luis Piñón)

1994
Edificio de oficinas y cocheras para la EMT, junto a la V-30, Valencia (con Juan Luis Piñón y Luis Carratalá)

(Texto de Beatriz Colomina y Listado de Obras destacadas extraídos de la publicación MESTRES. ARQUITECTURA MODERNA EN LA COMUNIDAD VALENCIANA, de José Fernández-Llebrez Muñoz. Fundación Arquia [colección arquia/temas n 44], 2021 [ISBN 978-84-124459-0-9])

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